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27 de febrero de 2009

José Antonio Sáez: "Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia"



Sáez, José Antonio: Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia
Prólogo de Miguel Florián
Jerez, EH Editores, 2008
Colección Hojas de bohemia, núm. 23
107 pp.



Limaria tiene el mérito –entre otros-, la enorme gallardía y la grandeza de ser un libro contracorriente. Y, si todos los de este poeta abrazaron ese talante solitario y transgresor, éste cruza la frágil barrera de los idola tribus contemporáneos para enseñorearse en la paradoja de avanzar hacia atrás o, si así se prefiere, retroceder avanzando. Aquella aldea perdida en la sierra almeriense, destino solamente en los cartularios de la especulación, se convierte en el símbolo de su propia poética: la denodada búsqueda de las viejas raíces arcádicas en un mundo rabiosamente helado, donde todo se mide con el rasero de la rentabilidad.
Estamos ante un libro que, en sí mismo, metaforiza esta honda, asumida, contradicción, desde el propio lenguaje y estructura formal: su discreto arcaísmo, que nos remite acaso a la ensoñación de un lejano, mítico, cuanto añorado Renacimiento, mientras, por otra parte, asistimos al ejercicio de una crítica solapada de nuestro mundo, a través de sus múltiples alienaciones: la ausencia de belleza, fealdad incluso de la sociedad, se combate con guante de seda, mediante el simple procedimiento de envolverla en belleza, y es, justamente, en esta silenciosa dimensión, donde alcanza el discurso sus notas más sublimes.
Limaria constituye un tácito alegato contra la moda –contra las modas líricas, en particular- y una propuesta estética que presenta al lector un modelo, complejo en su sencillez: la profundización en un tipo de lenguaje esencial, como vehículo indispensable de una actitud poética también esencial: el retorno a la naturaleza, que se postula en estos poemas como un elemento fundamental y enciclopédico, donde todo está escrito, desde la mística contemplación del misterio hasta las experiencias más cercanas.
Tamaña desnudez produce escalofrío: aquí están las palabras eternas, es decir, las que engendran sintagmas, modismos, expresiones clásicas, bruñidas hasta el límite, despojadas de toda vestidura y artificio que no sea su pura, deslumbrante significación, fascinando al lector avezado que, de este modo, regresa a los orígenes y vive la aventura de una poesía químicamente pura y, en su escueta verdad, inocente.
Y, dentro de esa Arcadia singular, los temas obsesivos: el amor, el paso del tiempo, el dolor de la pérdida, la intuición de una muerte cada vez más cercana…, encendiendo una lámpara votiva, testigo de que nada es algo sin el hombre.
Un libro, en fin, hermoso, que señala un camino intransitado, por el que, sin embargo, se accede a los ancestros de la creación poética, esa especie de punto cero, acerca del cual urge una nueva, intensa y apasionada reflexión.
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© Domingo F. Faílde
Jerez, 27 de febrero de 2009.-

31 de enero de 2009

"Lugares de orfandad", de Josela Maturana. Una poética del desvalimiento



Maturana, Josela: Lugares de orfandad
Diputación de Cádiz, 2008
Colección Libros de Bolsillo, núm. 32
62 pp.

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Amistad, circunstancias y fortuna, en feliz alianza con esa especie de sexto sentido que se nos atribuye a los amantes de la poesía, me otorgaron el placer y privilegio de seguir muy de cerca la trayectoria literaria de Josela Maturana. Trayectoria, que algunos denominan peripecia, quizá por lo que tenga de mudanza, pues si algo no conviene al fenómeno literario es el inmovilismo.
La poesía es, por tanto, movimiento y lo es, justamente, en dos coordenadas: una, implicada en la propia dialéctica de la historia, que confiere identidad a las grandes corrientes de cada momento, y otra, de carácter individual, que establece un canal por donde cada autor dialoga con su tiempo, como bien intuyó don Antonio Machado, a la vez que señala su evolución interna, en estricta coherencia con todo lo anterior. Sin ella, sin esta coherencia, los poetas se perderían, bien hacia la galaxia de la más deslumbrante e incomprendida genialidad, bien hacia las afueras de ese gran escenario donde la palabra –la palabra poética- intenta cada día el triple salto mortal con tirabuzón.
Por qué digo esto: porque, sin duda alguna, la trayectoria, la peripecia de Josela Maturana deja ver a las claras este proceso y porque entre sus muchas cualidades la primera en saltar a la vista es la coherencia, en términos de lealtad, pero también de profundización, a/en una serie de valores que, desde La vida inédita y, sobre todo, Oficio del regreso (nos estamos remontando a finales de los noventa) van tejiendo su poética, imprimiendo al poema, como unidad de dicción, una textura propia, un aliento, un perfume; en fin, todos los rasgos que convergen en ese tecnicismo al que la crítica literaria suele llamar estilo y algunos, sencillamente, voz.
La poética de Josela se define por esto y lo hace, de forma decidida, a partir de la esencia misma de su escritura, que no -como sucede habitualmente- de modelos prediseñados o propuestas más o menos conceptuosas que, luego, a la hora de la verdad, quedan sobre el papel y en él duermen el sueño de los justos, sin conexión alguna con el discurso de su creador. Hay que ir a la esencia, retirar la corteza para extraer el fruto, como dijera Lenin y como poetizó, ya en nuestros días, ese tierno y hondísimo poeta que es Álvaro Salvador.
He sacado esta idea a colación porque, precisamente, el poema que abre Lugares de orfandad y la primera parte del mismo que, sintomáticamente, se titula La piel del mundo, hallamos una idea similar, una versión sui géneris de lo que, a estas alturas, es un lugar común en cualquier planteamiento estético que se precie, como lo fue en su tiempo –pongamos por caso- el Carpe diem. El fruto de Josela es un limón que, sembrado tal vez en el poema, nos remite a la tradición, es decir, a esa constante búsqueda de la palabra nueva, que constituye el órdago de toda verdadera poesía.
Con esta convicción, los poemas del libro –en especial, los de la primera parte, acometen la audaz y comprometida tarea de quitar los ropajes al mundo. Sin embargo, pronto advierte el lector que este arduo ejercicio de desnudez coloca ante sus ojos otro cuerpo, otra entidad, en parte más concreta y en parte más subjetiva. Me refiero, naturalmente, a la propia visión que sobre el mundo y la realidad nos propone la autora. Y, como planteaba Guillermo Carnero en su entonces polémico libro El sueño de Escipión, Josela Maturana huye también de los conceptos fríos, a través de un sendero que, proceloso acaso, conduce al corazón de la poesía; a saber: un cierto surrealismo y, sobre todo, su poderosa capacidad de metaforización.
Las metáforas de Josela poseen un don extraño y envidiable. Me refiero a su naturalidad –no se me ocurre otro término más adecuado para explicarlas- y no porque se asienten en lo obvio, como ocurría en el Renacimiento con determinada adjetivación, sino porque se mueven entre los significantes –las metáforas, al fin y al cabo, lo son- sin apenas dejarse notar, circunstancia que las libera de tentaciones retóricas y otros excesos formales, incluso en aquellos casos en los que se incorporan al texto masivamente, y ello por una simple razón, que hemos de incorporar a los méritos de su autora: me estoy refiriendo a su probada habilidad lingüística y, por tanto, a su acierto a la hora de estrechar las correspondencias entre la imagen y el término real, también patente cuando, en el caso inverso, es el lenguaje el que toma las riendas de la expresión.
Y hablando de expresión, me parece obligado destacar otro aspecto que, inconcebiblemente, suele pasar por alto la crítica moderna. Me refiero a la música del poema, que equivale a decir al poema mismo. Y digo yo si en éstos de Josela no resuena –en el mejor sentido de la palabra, claro está- aquella como silente musicalidad que tanto alabase María Zambrano. Una callada música, es cierto, pero que, para serlo, obliga a la poeta a echar el ancla a la matemática y resolver, verso a verso y sintagma a sintagma, la mágica ecuación que conduce al idioma al territorio de lo inefable. Alejandrinos, heptasílabos, endecasílabos, parecen dirigir una sinfonía , cuyos movimientos más virtuosos se logran en los versos binarios, muy versátiles en sus diferentes combinaciones y ajustados en su sonoridad.
Con estas herramientas nos vamos adentrando en el discurso (en el libro: a mí, la palabra poemario, tan de moda, no me gusta en absoluto). Lugares de orfandad, ése es su título, cuyo pleno significado tan sólo se desvela al final, cuando en el poema titulado Definiciones, la voz lírica -velada, casi oculta, cubierta por un velo de amable discreción a lo largo de todo el libro- ejecuta para el lector una cierta hermenéutica del lenguaje y acomete poéticamente lo que, en el ámbito filosófico, llamaríamos una definición nominal. Según ésta, la palabra orfandad es añil, mohosa y arrugada, capaz de ciertos actos que nos conducen a un espacio irreal, brumoso, impreciso, intangible, y guarda una estrecha relación con su compañera de título, la palabra lugar, que, entre otras características, alimenta la nostalgia y proyecta la distancia que mide lo que fuimos. Más que definiciones, al lector se le antojan enigmas y, enigmáticas desde luego, cierran estas palabras la zona más oscura del discurso, un paseo del yo por su experiencia real de la muerte (a través del fallecimiento de sus seres queridos), en la que se vislumbra, sin embargo, otro lugar, no de orfandad ahora, sino de esperanza.
Y entre aquellos poemas iniciales, de contenido metapoético, y el deliberadamente borroso lugar de la esperanza que cierra el libro, la voz lírica, trasunto de un Virgilio que nos llevara por los infiernos de la orfandad, nos muestra esos lugares, que la memoria rescata del único infierno posible: el olvido, el desamor, la despersonalización, la frialdad, a la que viene como anillo al dedo esa cita de Gamoneda que pone lema al conjunto.
Los recuerdos de la infancia, ligados casi siempre al entorno familiar y la añoranza de sus seres queridos, los estragos del tiempo y la ensoñación de lo utópico jalonan los poemas de este libro en un lírico esfuerzo por romper la muralla del olvido y ese desvalimiento del ser que, consecuencia del abandono, lo sumerge en el abismo de la soledad, que puede ser –suele serlo- un estado físico o un estado interior.
Nos hallamos, por tanto, ante una poesía que hunde sus raíces en la vida. El hombre o la mujer comparecen en estos versos a través de la experiencia de su autora, ya se trate de hechos reales o, como se sugiere en algunos poemas, imaginados. El mito cernudiano de la realidad y el deseo hace acto de presencia, como anverso y reverso de una misma certeza: sólo somos en tanto estamos vivos, de manera que el viejo dassein de Heidegger encuentra aquí un espejo y la luz necesaria para reconocerse tanto en el tiempo como en los lugares.
Pero voy terminando porque, por una parte, no quisiera incurrir en la descortesía de apropiarme de un tiempo que no me pertenece, y, por otra, porque tampoco es bueno, ni para el libro ni para sus posibles lectores, desvelar totalmente los misterios de aquel.
Si añadiré, no obstante, porque lo creo justo y necesario, emitir, con todas sus consecuencias, un juicio de valor: por más que los prebostes del premio andaluz de la crítica se hayan empecinado en ocultarlo –váyase a saber en provecho de quién-, Lugares de orfandad es, sin lugar a dudas, uno de los mejores libros de poesía, editados en 2008. Los hay miopes, claro; y algunos ni con gafas son capaces de ver ni entender. Menos mal que la poesía –la buena poesía- es un astro que brilla con luz propia.
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© Domingo F. Faílde.
...Jerez, 30 de enero de 2009.-

29 de septiembre de 2008

La vida en blanco y negro. A propósito del libro "Paisaje para un ciego", de Ismael Cabezas



Cabezas, Ismael: Paisaje para un ciego
Prólogo de Alberto Torés García
San Roque, FMC, 2008
Colección Abalorios. Poesía.
96 pp.


Un título atinado en un buen libro es, como parte esencial de todo signo lingüístico, un elemento esclarecedor, en torno al cual se oficia, cuando menos, la coherencia del texto y se valida o no la solvencia del mismo. Paisaje para un ciego es la imagen rotunda de un discurso que parte de una idea tan evidente como inquietante: la poesía, que podemos rozar con nuestros dedos sin apenas moverlos, nos pasa por delante y no la vemos. El mundo, al menos éste, el nuestro, postcontemporáneo, puede ver las estrellas más remotas, penetrar sin linternas en un agujero negro; sin embargo, está ciego para la poesía, que termina por escapársele de las manos y huir en una moto del mapa mudo de la realidad.
A partir de este punto, el poeta, consciente de esa fuga y, en cierto modo, consentidor y aun cómplice, ocupará su espacio, vacío, y tratará de reconstruir el intrincado rompecabezas de una historia que, múltiple y diversa, es el espejo roto donde la vida humana se contempla.
Difícil, la tarea, si se intenta abordarla con el debido distanciamiento y, a la vez, acercarse con la emoción precisa. Cuando esto sucede, el ojo del poeta podría compararse con una cámara, que capta objetivamente la realidad, si bien el director está detrás, selecciona los planos, ordena el movimiento, elige el color.
Ismael Cabezas (La Línea, Cádiz, 1969), consecuente con su visión del mundo y mediador entre la ceguera y la percepción –poética, en este caso- de la realidad, ha cargado su tomavistas con una película en blanco y negro, sabiendo que, de entrada, su elección condiciona el resultado y si, por una parte, le confiere un matiz de solapada subjetividad, por otra le asigna una atmósfera, extremos ambos que condicionan su recepción y la ulterior reelaboración del discurso por cada uno de los lectores.
A través de una serie de escenas cotidianas, el autor nos arroja sus obsesiones. Quien conoció al poeta, muchacho todavía, se asombra al reencontrarlo en el umbral de la edad madura, preocupado por temas que uno creía prescritos, no obstante su insistencia en la literatura: la brevedad de la vida, el implacable paso del tiempo, la fragilidad del amor, el carácter efímero de lo hermoso; y, consecuentemente, la derrota, el fracaso, la muerte.
Que haya temas eternos no debe sorprendernos ni aun cuando, en sociedad como la nuestra, tan apegada a códigos de barras y fechas de caducidad, emerja lo evidente: que somos hombres y, según Heráclito, el hombre es lo que todos sabemos que es. No cambia, pues, la tierra –sino muy lentamente-, pero sí se transforma, haciendo honor al título del libro, el paisaje. Es decir, la retórica, en términos de lenguaje: nos preocupa lo mismo que a nuestros antepasados, pero hemos puesto música nueva a las viejas danzas de la muerte.
Y es esto, justamente, la clave del sentido y el mayor interés de la poética desarrollada por el autor: su batuta, dominio del medio y claridad de ideas, a la hora de domeñar el complejo aluvión de experiencias e ingredientes culturales de toda índole que componen la educación sentimental de una generación. Si, en el caso de los novísimos, irrumpen los mass-media y toman al asalto el escenario de la poesía, la de Ismael Cabezas –a pesar del eclecticismo imperante, sobre el cual habrá mucho que discutir, cuando la perspectiva histórica lo permita- se instala sabiamente en tendencias afines, asumiendo sus tradiciones y profundizando en sus transgresiones.
El cine americano, los poetas anglosajones, el jazz, el rock and roll, imprimen carácter a sus adeptos y constituyen el sacramento de su fe literaria. Es la cultura de la ciudad global, expresión de sus glorias y quintaesencia de sus miserias, dúctil y maleable para los gendarmes del nuevo orden cuanto para quienes inmolan su vida a un nuevo arte –¿hablaríamos aquí de la tan traída y llevada postmodernidad?-, abocado a la contravención del sistema. En este sentido, Paisaje para un ciego ¿no contiene en sus versos, sugerentes y melancólicos, una nueva formulación del concepto de rebeldía?
La respuesta es que sí, que detrás de las formas de la tristeza, los furtivos desnudos de la mujer amada, el reencuentro con los amigos de la adolescencia, el primer cigarrillo de la mañana, los vaqueros lustrados por el uso o la moda, los gestos y los actos que son ya tan antiguos, el hosco pedernal del desengaño afila las palabras que alientan la rebelión y, como en los antiguos modernistas, se convierte el lenguaje en ariete y la belleza arropa a la utopía.
Estamos ante un libro –en opinión de su prologuista, Alberto Torés- polifónico. Un poema coral, el clave de ópera-rock, que da voz a los hombres y mujeres de esta época atormentada y recoge su vida, sus anhelos y frustraciones, sus temores y esperanzas, su música, su poesía, dando luz a un retablo donde el lector atento –que ha de haberlos y muchos- puede reconocerse.
Si La herencia bastarda de los días (1999) anunciaba a un poeta y El otoño del solitario (2003) –entre otros- lo confirmaba, este Paisaje para un ciego coloca a Ismael Cabezas en el puesto, sin duda destacado, que la historia le asignará.
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© Domingo F. Faílde
….Jerez, septiembre, 2008.-

24 de julio de 2008

Maribel Tejero Toledo. Breves notas para el perfil de la autora

Iniciamos hoy un ciclo de lecturas que, acaso el más pobre desde el punto de vista presupuestario y, desde luego, del organizativo, tiene la pretensión –audaz, sin duda- de ser el más rico, desde el único punto de vista que a mí me interesa: el poético. Y no se hable más.
Noches de verano es una idea soñada por Dolors Alberola y Marieta Sanz. A ellas, pues, los laureles, y a mí los errores, la incuria, la imposible utopía, que es mi terreno habitual y consustancial, acostumbrado como estoy a las causas perdidas y esa estética, la de la derrota, cuyos mármoles cubren la tumba de Bécquer, la de Alejandro Sawa, la de Luis Cernuda y allá, en el hospitalario exilio de Coillure, la de Antonio Machado, que clama todavía por una España libre, mientras nos sigue helando el corazón la otra, este país inculto, brutal, empresarializado, donde no hay más valor, principio ni criterio que las escuetas e inhumanas cifras de la rentabilidad.
Ante este panorama –desolador, sin duda- el poeta proclama, como el maestro Jesús, que su reino no es de este mundo y está en su derecho: el egoísmo, la insolidaridad, le explotación del hombre por el hombre, la siniestra mentira de la cultura globalizada, constituyen el gran basurero donde difícilmente pueden crecer las rosas del poema o extraer la belleza sus más dulces aromas.
Pero también está escrito que es un deber amarnos los unos a los otros y que en esta medida alguien puso el listón bastante alto, demasiado alto, en efecto, como para alcanzarlo sin esa pértiga excelsa, que llamamos poesía.
Yo creo que la poeta, a cuya voz la noche nos convoca, se ajusta a lo que he dicho, sin apenas fisuras. Maribel Tejero Toledo, que nació en Madrid, en 1946, ha quemado su vida en el altar terrible de la lucha. Una lucha, no siempre comprendida ni, mucho menos, gratificante, en defensa de valores tan básicos como la libertad, la igualdad, los derechos humanos y la manumisión de los más desfavorecidos que, a esta hora tristísima, ni siquiera sabemos quiénes son. ¡Tal es nuestra indigencia, la ruina moral de nuestro mundo!
Por eso, esta mujer, maestra y diplomada en Geografía e Historia, ha creado su obra en silencio, alejada del tránsito y batahola de esta feria de vanidades que antes se llamaba Parnaso. Su único libro publicado hasta ahora se titula elocuentemente La música de la libertad; es decir: la depuración intelectual de un discurso ideológico que, vertido al papel, va suavizando sus perfiles éticos para que aflore la estética, que no es sino la ética cribada en la zaranda del corazón.
Por eso dije un día que la de Maribel Tejero es una poética de la cordialidad, pues tiene el don de imprimir su latido a todo lo que escribe, desde la palabra, sencilla y directa, a los temas, profundamente humanos: la inmensa soledad , la vida, la implicación con el otro, la muerte, el Todo, Dios. Poesía comprometida con su tiempo y con cuanto lo habita, en comunión con la belleza y un impulso rebelde que induce a la autora a cuestionar historia y sociedad, proponiendo una vía de reflexión para cambiar el mundo.
Poesía, pues, sustancial, necesaria, si, como afirma algún autor moderno, la poesía interviene en la realidad, al menos diacrónicamente.
Pero qué digo yo... Bastan discursos, cuando la voz del poeta se dispone a tomar la palabra. Con ella, en fin, les dejo, y sea la propia Maribel Tejero quien imponga la única razón: la razón de sus versos.
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, 23 de julio de 2008.-

31 de enero de 2008

De una enfermedad como ser libre. Acerca de "Manifiesto sobre las tristes", de Mirna Estrella


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Pérez, Mirna Estrella: Manifiesto sobre las tristes
Barcelona, Atenas, 2008
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No hay día más adecuado para escribir sobre un libro que nos llaga los ojos y nos rompe las lágrimas que el día de la enfermedad. Y aquí me veis, envuelta en una manta y con toquilla y no soy de usar yo tales atavíos, pero la sangre de Mirna se me viene, como una lluvia estrecha y mentidamente fría sobre el pecho y la espalda y tiemblo. Ella ha abierto una ciudad enorme delante de mis manos y la leo de ahí, de mi propia herramienta –yo nunca supe hablar sino con el empuje de los lápices, la tinta o el teclado, el resto era mutismo, no tuve otra fe mayor que la de la palabra y ella ha puesto un altar encima de mis hombros y ha levantado lo único que yo consideré la fuerza, ha ido construyendo una piedra durísima de amolar, un filo de navaja en sus metáforas, un incendio en sus sílabas.-
Me descalzo; para pisar un templo, aunque sea profano, hay que entrar de puntillas y descalza, no se que despierte el dios que nos ocupa y comience su voz a levantar más mundos en nosotros y nos volvamos cuerdos. Los pies vueltos al fango, cruzo por sus paredes y la veo ya escrita, la veo ya tumbada delante de su madre, como una nueva suerte de matriuska que, en vez de perforarse en las entrañas, elige repetirse dentro de alguna fecha en que la muerte anide la hilera que las una; pero morir ya dijo, es olvidar. Ella quiere olvidar, quiere unirse a la otra para así desasirse de ese trono maldito de la madre lejana y así quiere romper en pedazos las sombras de su padre destruyendo, a su vez, el perfil de todas las mujeres. Es todo un ejercicio de deconstrucción, un grandioso ejercicio. Para borrar, Mirna, levanta minuciosamente cada detalle de su vida, cada detalle de su tremenda libertad, cada detalle de su dolor enorme de mujer que se le vierte en sangre entre las sábanas y en palabras abiertas y punzantes en medio de los folios. La miro y hay veces en que ella no es ella, sino Sylvia metiendo su cabeza en el horno o Alejandra pintando las casitas con solecitos altos de colores y luego envolviendo con sus lindos parajes el diminuto envase de Seconal; pero ella ha elegido una muerte distinta, morirá a los treinta, como muere en la alquimia el que sabe jugar y comprender los símbolos con tal de renacer a una nueva pantalla de la voz, con tal de incrementar en más amor el que hubo al salvar pequeños animales antes de accidentarse en bicicleta.
Así pues, Mirna, un día, con la luz, irá a por todos los fotogramas maternos y a visualizar todos los paisajes y a recorrer todas las pieles de los sueños y a erizar las montañas con su mirada y nos lo traerá todo hacia el olvido, hacia ese modo de memoria que se incrusta en la médula del tiempo y no se borra nunca.
Siempre me dije que la poesía no tenía ni tiene sexo, no escribimos con él y tan normal es ver a una poeta hablando de hierros, andamios, porcentajes, como a un poeta haciéndolo de medias, perfumes, maquillajes, pero a ambos les pido la dureza, la consistencia, la violencia verbal si es preciso. Eso necesito de las voces para que me llaguen, para que irrumpan en mi médula y la deformen de tal modo que deje de ser yo para entregarme al libro que me ocupa, y eso es lo que ha ocurrido, eso es lo que me ha hecho enfermar, abandonar hasta la última respiración en pro de habitarme de sus versos. Mirna ha conseguido, de ese modo, una transmigración, he sido ella mientras leía sus magníficas metáforas, sus tremendas imágenes, sus duras conclusiones, su universo.
Y así, llegando hasta el fondo de lo onírico, pero estando despierta –si es que se está despierta deshilándose desde la realidad al sueño, desde el aire al espejo, desde la propia sangre a la sangre materna, desde la soledad al grito-, Mirna maneja la palabra, la curte, la libera de ese terrible collar de lo ya dicho y la enumera de nuevo, se dice, se nos deja en las manos. Ella, la que sufre el dolor de un parto no enigmático, la que quiere envolverse en la piel tersa de un vientre que no es sino maternidad lejana y quiere acudir al útero de otra madre, la oscura, pero la cobardía es una enorme puerta que lo encierra, la enorme cobardía de ser valiente ahora y seguir recordando, aunque quiera no hacerlo, ella, la que baja hasta el pozo de la luz y se funde en sus aguas con otras más mujeres que clamaron y, a veces, ya lo dije, no sé a cuál escucho, no sé de cuál aprendo, no sé a quién dirijo mis palabras, porque este manifiesto es universal, es tremendamente suyo y tremendamente ajeno, es vida en sí, ella, se me vierte en las manos y no sé contenerla, no puedo contenerla, se me esparce, se me universaliza, se me convierte en ojo y me leo en sus versos.
Mirna ha amado, se ha dejado amar, ha comprendido que el tiempo tiene la eternidad de sus escasos minutos y segundos y entona un carpe diem, que es a su vez un tránsito al olvido, para dejar en nada lo pretérito y colorear la existencia y adornarla con sus fuertes vocablos, con sus cuchillos duros, con su música exacta, con las cifras. Mirna quiere morir, como murieron ellas y por eso su voz se junta al alarido de sus voces y se abre en colmena para que la habitemos.
Una escritura fuerte, como un parterre sobrio plagado de belleza, algo que llaga, porque ha de llagar la voz, algo que nos contiene y nos expulsa y nos convence tanto que no me duelen prendas para decirles definitivamente que Manifiesto sobre las tristes es un magnífico libro, a ser franca, de los que realmente gusta tropezarse en una librería y quedárnoslo. Y no crean que hay tantos, ustedes no imaginan la cantidad de veces que nos precipitamos en el horror de salir de uno de los mejores expositores del gremio sin haber conseguido hincarle el ojo a nada. Un texto solvente, arrasador, libre al máximo, magnetizado, que no nos permite soltar sus versos hasta el final.
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© Dolors Alberola
....Barcelona, enero, 2008.-

"Casi me mata la vida", de Lidia B. Biery


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Biery, Lidia Beatriz: Casi me mata la vida
Barcelona, Atenas, 2008
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Cada vez que leo un libro de poesía (no hará falta que aclare me refiero a un buen libro, pues a los malos tengo por norma cerrarlos sin ningún miramiento) me doy cuenta de mi ignorancia y de lo poco o nada que sabemos acerca de ese misterio llamado poesía.
¿Qué es poesía?, me pregunto una y otra vez. Y a mi memoria acuden las mil definiciones que, a través de los siglos, nos han complicado la vida y los versos, desde la farragosa Poética de Aristóteles hasta la parida presuntamente genial de algún joven iluminado. Las poéticas, como las frases célebres de Julio César (ya saben: alea iacta est y esas cosas) son al poeta lo que al político la fotografía: un pasaporte a la fama, la gloria, las próximas elecciones o el premio Viaje al Parnaso, con permiso de Rouco Varela y José Manuel Caballero Bonald.
Y por qué digo esto. Pues muy sencillo: porque los libros buenos no necesitan pedigree de ninguna clase ni árboles genealógicos ni parecido con el repartidor de butano. El poema –el buen poema, claro- es un hijo ilegítimo de su tiempo y, como dice el Evangelio, se alza contra su padre y madre y proclama su propio reino.
Para que esto suceda, desde luego, existen requisitos. Vayan tomando nota pues, al enumerarlos, empiezo a tomar tierra en la obra de Lidia Biery: la palabra precisa, el verbo imprescindible, el adjetivo revelador, una sintaxis limpia y, por encima de todo, ese soplo de vida que nace de la emoción y suscita emoción en los lectores: aquella honda palpitación del espíritu de que hablaba Machado, que no puede fingirse ni impostarse sin menoscabo de la estabilidad de todo el edificio poético; pues, si tal sucediera, chirriaría la música y, allí donde el discurso nombra al mundo creado –y ordenado- por elpoeta, hallaríamos tan sólo trepidación y, en suma, antipoesía; o, mejor dicho, no-poesía, que se me antoja más grave.
No es éste último, por supuesto, el caso de Lidia Biery, cuya obra poética, como antes apunté, está libre de cuantas tentaciones acechan al poeta y acaban marchitando el esplendor del poema.
Casi me mata la vida, conducido sabiamente por su autora, ha logrado mantener la dicción justamente en el fiel de la balanza y es hermoso y apasionante y excita a la razón y a los sentidos intuir al yo-lírico paseando por el filo de la navaja, sin dañarse los pies y, sobre todo, sorteando terribles peligros: pues caer hacia un lado implicaría morir devorada por los tiburones del patetismo y, caer hacia el otro, más de lo mismo, ahora fagocitada por las pirañas del grito. Pero no; afortunadamente –para ella, para el lector, para la poesía-, Lidia Biery es poeta de armas tomar y, enguantada de seda, conduce con mano de hierro el caudal de sus experiencias (incluyendo su arisco tropel de sentimientos) y ese ariete, implacable, pero frágil también, del lenguaje.
Qué bien sortea el exceso Lidia Biery. Domadora avezada de la expresión poética, hay que verla batiéndose con el potro de la emoción y, haciendo restallar la fusta de la ternura, someterlo, hasta reducirlo a una fórmula alquímica que convierte las lascas del dolor en el oro purísimo del poema.
Yo nací mientras la tarde descendía/ en hojarasca y el otoño colgaba/ sus huesos amarillos en la hierba. Así comienza el libro. A partir de este instante, la memoria –una invisible agonía, según la autora- se convierte en el guía que, como Virgilio en la Divina Comedia, acompaña a la poeta en su descenso a los infiernos: la vida. La vida es el infierno y transcurre con tanta rapidez que ni siquiera llena su propio vacío ni cauteriza, por descontado, las heridas que inflige: Yo no sabía que los años anuncian/ su fiereza con pintadas en el alma, leemos en otro poema; y cuando descubrimos que cada hora pasada fue mentira o que en la soledad –la puta soledad que nos devora- no hay palabras ni respuestas y que, en fin, la tristeza es una solterona insoportable/ que monta tiendas de campaña en nuestro techo, sólo queda el suicidio en la maleta o pactar nuevamente con tus sueños.
Y Lidia Biery pacta con sus sueños, que es –o a mí me lo parece- la opción del poeta. De su mano, que ahora no se llama Virgilio, sino Asterio, como el genial minotauro borgiano, abandona el infierno la voz lírica y, en brazos del amor, alcanza el Paraíso.
Ésta es la bella historia que, como en un mosaico, parecen susurrarnos al oído cada una de las teselas que componen el libro. La memoria, un magnífico hilo conductor, gestiona este paseo de fondo autobiográfico y tono confidencial, componiendo a su antojo los fragmentos mediante un hábil recurso, el flash-back, que agiliza y aligera el discurso, mientras, por otra parte, los tropos del lenguaje poético interponen un muro de contención al corcel desbocado que pugna, en ocasiones, por escapar del verso. Y es que Lidia B. Biery maneja el idioma con magistral desparpajo. No teme a las palabras, pero sabe tratarlas de vos o de usted cuando la oportunidad lo requiere y dar, en cualquier caso, un baño de frescor a la vieja lengua de don Miguel de Cervantes, inyectándole en los glúteos algún que otro modismo porteño o expresiones bizarras, que nunca vienen mal.
Lleva razón la autora: Suerte –nos dice- que una tarde el calendario/ hizo un alto el fuego en las ventanas de mi casa/ y me enamoré. Y a esa chingada de la vecina del primero, con sus chismes y malas artes, que le den por donde le duela.
Un libro muy hermoso este Casi me mata la vida. La vida mata siempre y mata de belleza la poesía: Tal vez los años sean un secreto doloroso,/no lo sé/ -yo tampoco- pero volviendo al tema de la vida, digo:/ Deja atrás a todo aquel que no te cree. Y el jurado creyó en este libro y así lo certifico con gozosa solemnidad. Ahora sí, la suerte está echada. Y el tiempo dirá siempre la última palabra.
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© Domingo F. Faílde
....Barcelona, enero, 2008.-

18 de enero de 2008

"Principio de la desolación", de Josela Maturana

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Maturana, Josela: Principio de la desolación
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2007
Col. Hojas de Bohemia, núm. 14
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Leí, en cierta ocasión, que la buena poesía, lo mismo que el buen vino, entra suave, halaga al paladar y deja un excelente sabor de boca. De este modo –digo yo- no es difícil quedar enganchado a un buen libro y, como nos advierte Juana Castro en el prólogo, leerlo una y cien veces. Me estoy refiriendo, claro está, a Principio de la desolación, cuya autora, Josela Maturana, ha puesto en manos de EH Editores, que lo ha acercado al lector,
Que estamos ante un libro sorprendente –y hermoso, por descontado- lo advertirá enseguida quien se acerque sus páginas. En mi caso, confieso, lo que más me llamó la atención, conforme iba avanzando en la lectura fue su solvencia estética, sustentada por algo muchísimo más sólido que la mera prestidigitación verbal, que da lustre al poema, siempre a costa de la sustancia interna. El discurso poético de Josela Maturana se asienta sobre múltiples pilares; pero, puestos a resumirlos, el elemento que los aglutina es, sin lugar a dudas, el rigor de su construcción. Los poemas de Principio de la desolación se me antojan columnas, capiteles, que acogen la estructura de bóvedas y arcos, para configurar, finalmente, un perfecto edificio.
Ese anhelo de perfección, ese ahondar en la esencia de lo hermoso, puede incluso seguirse en los adjetivos que comparecen, significativamente, en el título de las dos primeras partes: Estricta pena, Puro deseo ..., reveladores de que la palabra –y muy en especial la palabra poética- es en sí acto, potencia y memoria de lo nombrado, de modo que precisa muy pocas alharacas para alumbrar y deslumbrar el mundo, ese mundo que todo buen poeta debe crear, erigir, sostener: ninguna, a ser posible, cuando el talento del autor es el más poderoso demiurgo.
Así es como yo he visto a Josela Maturana, cuya trayectoria he seguido con devoto interés, desde La vida inédita (1997) y Oficio del regreso –que le valiera, en 1999, el premio Carmen Conde-, hasta No podrá suceder (2007), pasando por la metafísica sutil de La soledad y el mundo (2000). Un camino de perfección, hubiera dicho Santa Teresa, que culmina por ahora en este Principio de la desolación, sumando a los demás algo que estaba ya incipiente en su obra anterior: la mirada (...y cuanto sé de mí lo debo a la mirada, leemos en un verso magistral). Una mirada que, siendo ojo sin duda, se comporta en el poema como un instrumento al servicio de la memoria y no sólo porque le suministre imágenes –lo cual es natural y poco destacable-, sino porque provoca, regula, aproxima, distancia, matiza y, lógicamente, imprime una mayor o menor subjetividad a lo recordado, convirtiéndose así en luz y guía de esa experiencia apasionante en que, al menos en este libro, puede llegar a ser el ejercicio de la memoria.
La memoria poética de Josela Maturana es totalizadora y abarca, por consiguiente, no sólo las secuencias de lo vivido, sino también sus ensoñaciones colaterales y las fuentes que las animan, ya sean de carácter literario o provengan del cine. Esta sabia amalgama da como resultado la síntesis de mirada y memoria que llamamos visión: la visión de la autora, que integra todos estos materiales en un amplio retablo, cuyas teselas, debidamente secuencializadas, componen un relato, y en él concurren técnicas propias de la novela –el flash-back, por ejemplo-, el cómic, las películas, etc., y también los recursos de la poesía.
La metáfora, desde luego, habida cuenta de que, en su conjunto, todo el libro lo es. O las imágenes de repetición, que apresuran o ralentizan el ritmo del discurso, según demande el tema. Pero, sobre todo, la sagacísima manipulación de la tradición literaria, que allega al lenguaje poético de este libro unos significantes de riquísimo contenido: me refiero al intertexto, un recurso muy peligroso, que aquí se utiliza atinadamente, unas veces tal cual y otras, en los casos mejores, como un gesto de inteligente complicidad con autores y estilos, sin olvidar el baño de frescor que propina a las jarchas, emparejadas nada más y nada menos que con los modernísimos ordenadores, mientras la Soria de don Antonio Machado, trenzada con el Romancero o las cantigas de amigo medievales, pone música a una Epístola irremediable, y la famosa pérgola de Jaime Gil de Biedma sirve su decorado en cartón piedra a los amores adolescentes y marca un tango el gesto del deseo...
Si el mundo de la infancia y los primeros balbuceos juveniles llena la primera parte del libro, la segunda, Puro deseo, nos remite a la idea cernudiana del cuerpo como objeto de aquellas preguntas cuya respuesta nadie sabe, quizá porque necesita el poema un cuerpo que evocar –nos dice Josela en otro verso magnífico- y, desafiando a Heidegger, un hombre es un lugar, pero no es tiempo [...] y los trenes se llevan la nada hacia el paisaje, ese inmenso escenario que, no conforme con enmarcar la vida, arropa la experiencia de la voz lírica y despliega ante los lectores unos cuadros bellísimos que, instantáneas tomadas por la autora, nos acercan reminiscencias pictóricas de Claudio de Lorena, Poussin, Reynolds, Constable, Turner... pasados, eso sí, por la lente de un tomavistas contemporáneo, capaz de ennoblecer el oleaje, los navíos anclados, las playas solitarias, las calles, los comercios, la acuarela que invade los huertos del invierno...
Realidad y deseo, felicidad y dolor son, sin duda, constituyentes fundamentales de la vida, asentada sobre el principio de la contradicción que, por lo que respecta a este libro, es el principio de la desolación, la mirada sincrónica y dual de la mujer que escribe y esa niña que, en su recuerdo, le va suministrando materias redentoras.
No es inocua la memoria. A la autora le duelen los recuerdos, presentados forzosamente como retazos de algo que pasó: un mundo decadente que, sin saberlo, se le fue de las manos, de la propia existencia. Y, como escribió William Wordsworth, la belleza perdura en el recuerdo, es decir, en aquellas materias redentoras que, por algún misterioso procedimiento alquímico, han obrado el prodigio y el retrato que aspira a ser sí mismo se ha convertido en poesía. De este modo, lo que el viento se llevó se transforma en una historia que pudiera explicar/ la razón de una vida en el único leguaje posible, pues el de la literatura es el de la creación y por eso la poeta mira la realidad construida debajo de todas las memorias, al tiempo que cercada por su propia conciencia, que ilumina lo creado.
También, de otra manera, el amor. Su continua presencia revela su importancia. Es un amor real, de carne y hueso, por más que se idealice o el deseo lo vista con galas de ensoñación. Así, lejos de veleidades metafísicas, es un muchacho mudo sobre el tiempo varado, que encarna en su misterio la tremenda vehemencia del deseo y el temor de no hallar lo que se busca: y líbranos de nuevo del amor imposible.
Voy terminando ya. Soy consciente de que Principio de la desolación es un libro tan denso como intenso y no puede, por tanto, despacharse con unas cuantas notas de lectura. Rico, proteico, riguroso en la forma y, desde luego, hermoso, estamos ante un texto que convence, es verdad, al tiempo que emociona y cautiva, quizá por eso mismo, escrito en un lenguaje de base coloquial que, sin embargo, no renuncia al halago de la palabra culta ni vuelve la espalda a la elegancia sintáctica. Un libro, en cualquier caso, para la reflexión y el goce, como es de rigor sean los buenos libros. Josela Maturana, como ya había anunciado en su obra anterior, ha encontrado, no hay duda, y lo diré con sus propios versos, el adjetivo vital de la belleza.
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, enero, 2008